Hedonismo y depresión en la Generación Z y Millennial
Hedonismo y depresión en la Generación Z y Millennial
La cabeza nos estalla después de un largo día bombardeado por el trabajo, las redes sociales, el consumo, las tareas domésticas y los compromisos sociales. Caemos rendidas en la cama. Sin embargo, el insomnio no nos deja conciliar el sueño que tanto necesitamos. Estamos tristes, a la vez nerviosas; algunas optarán por tomarse un tranquilizante, otras por la marihuana, otras por el alcohol, otras por el deporte constante y obsesivo. Estamos mal anímicamente, tus amigas están igual; todas ellas viven resignadas frente a las malas formas de su jefe fascista y las ocho horas de jornada, que se convierten en 12 si se suman el transporte y el horario para la comida, que encima no sirven ni siquiera para pagar el alquiler de una vivienda completa. El horizonte no tiene final; toda la realidad, futura, presente y pasada, es imaginada como un océano que siempre ha estado ahí, como una especie de mar imperecedero y omnipotente. Lo que acabo de describir es el síntoma más aplastante del Realismo Capitalista, un concepto bautizado por el filósofo Mark Fisher, el cual nos advertía de cómo nuestro sufrimiento psicológico se debía, en parte, a la asunción de que la sociedad actual, el capitalismo tardío, es inamovible, o más bien inevitable.
Lo descrito afecta a toda la población, sobre todo a la clase trabajadora. Sin embargo, la franja de edad que va desde los 1990 hasta los 2010, aunando los últimos coletazos de la generación Millennial con toda la Generación Z, se ve socializada e inmersa de lleno en esta problemática. Nacidos en el capitalismo vencedor e imperial, desvelar una alternativa para nosotras es mucho más complicado. De hecho, no solo convivimos con esta impotencia reflexiva, sino con algo mucho más nocivo: la hedonia depresiva.
Nuestra depresión colectiva se caracteriza por estar vestida siempre con una sonrisa constante. Y en esa sonrisa anidan la necesidad de motivación, el Carpe Diem, los viajes de ensueño publicados en Instagram y la pastilla de MDMA que te hace levitar en medio de una rave de dos días. Pero, aunque todo eso pueda ser catalogado como una adicción, lo cierto es que somos adictos a una cosa muy concreta: la necesidad constante de placer paliativo. Es decir, la necesidad constante de aquello que el capitalismo nos ofrece para poder paliar algo que es aterrador: que toda nuestra generación esté totalmente convencida de que no hay alternativa y que después de este ocaso del capitalismo tardío se encuentra un frío y mortuorio páramo. Nuestra generación sería el equivalente a un enfermo terminal que, convencido de su destino, busca olvidar que ya sabe cuándo todo acabará y, sobre todo, que ya sabe que no hay escapatoria.
Para realizar todo esto, la disciplina del capital se ha ido modificando a su vez que ha cambiado el sistema de producción, de un fordismo y un mercado estandarizado a un posfordismo y una sociedad de consumo digitalizada. El panóptico se volvió más real que nunca. La disciplina de las instituciones: prisiones, cuarteles, empresas, escuelas, etc., convive actualmente con un control interno. La disciplina se difumina, se vuelve panóptica y la aplicamos hacia nosotras mismas. Y una de las claves de esto es la instrumentalización de nuestra resiliencia. Al ser personas que no creemos en un futuro social diferente, toda nuestra motivación es individualizada e instrumentalizada por la sociedad de consumo para que nos volvamos adictos al remedio paliativo que escojamos, un remedio que no olvidemos solo busca velar esa realidad que creemos inamovible. Así se hacen fuertes las modas obsesivas con el deporte y el aspecto físico, los discursos ligados al éxito económico y el reconocimiento social, el disfrute de experiencias de ocio únicas e irrepetibles (nos venden a todas las mismas, viajes, fiestas, restaurantes, drogas legales e ilegales…). Es de esta forma como toda nuestra conciencia sobre la realidad social se enturbia y se comercializa; la enajenación se construye como una gran crisálida, donde la conciencia de que la mercantilización de la realidad a causa de las relaciones capitalistas lo media todo solo hace que enajenarnos más. En otras palabras, haciendo referencia a Kafka y su metamorfosis, aun siendo conscientes de que nos hemos convertido en insectos gigantes presos de nuestra propia cárcel, no tenemos esperanzas en un destino que cambie lo que ya ha ocurrido. El capitalismo nos obliga a participar en él, aunque seamos conscientes de nuestra propia alienación y malestar.
Pero todo lo narrado es un efecto sobre la subjetividad, sobre la percepción de las posibilidades frente a un sistema social que se aprovecha de ello. De hecho, casi caigo en su trampa omitiendo este párrafo. De eso va el Realismo Capitalista: de condicionar nuestro pensamiento inconsciente que acaba reconfortándose en una derrota inevitable. Nada más lejos de la realidad: siempre hay alternativa, si no la hubiera no se habría puesto tanto ímpetu en que todo lo narrado funcionase por parte de la clase capitalista. Debemos tener esto muy en cuenta cada vez que miremos hacia atrás con nostalgia o hacia delante con desesperanza; la izquierda debe articular un pensamiento postcapitalista y para ello debe despojarse del deseo capitalista que le provocan todas esas adicciones paliativas que solo buscan apaciguar el dolor sin atacar a la enfermedad que nos lo causa: el capitalismo.
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