Sísifo en un acuario
Sísifo en un acuario
Continuo cambio, las sociedades
se presentan en el hilo infinito de la historia como entes holísticos y dinámicos. Es decir, en constante transformación. La sociología del conflicto
estudia la realidad a través de la premisa de la confrontación intrínseca de
los diferentes grupos humanos en interacción. El forcejeo constante, la violencia,
la competencia, la lucha de clases:
“La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clase. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otra franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases beligerantes. MARX, K; ENGELS, F.: El manifiesto comunista, 1848.
La premisa de Marx y Engels es
simple y certera. La transformación tiene su génesis en la lucha. Una lucha que frecuentemente sigue sinuosos caminos ocultos, pues los propios participes del
combate en muchas ocasiones no son conscientes ni siquiera de que están
participando. En cada gesto de su vida cotidiana, cada una de las personas de
este mundo, actúan en el conflicto velado dentro de la sociedad capitalista.
Desgasta, la confrontación
desgasta. Hace avanzar y retroceder. Es como el oleaje. Sin embargo, este juego
siempre tiene la balanza descompensada. Como Sísifo, las clases oprimidas, las
plebeyas, los esclavos, las siervas, la clase trabajadora, están condenados a
subir una empinada montaña, portando una rígida piedra, que siempre cae hacia los
pies de la cordillera. En ocasiones,
después de mil soles y mil lunas, la piedra se queda rígida en la cumbre. En
esa ocasión, todos los Sísifos, que son en realidad uno y un millón a la vez,
se dan cuenta de que la continuidad del camino es otra montaña con una roca
igual de pesada. Pero la determinación está renovada, el conflicto vuelve a
iniciarse, un conflicto entre la piedra inexpresiva y el infinito trabajo de
subirla para que vuelva a caer. Es una cadena invisible. Un vaivén eterno e
impuesto.
En la actualidad, el sistema
capitalista ha conseguido ocultar este juego eterno de confrontación. Por lo
menos en parte, las oprimidas caminan desorientadas cada mañana al son del despertador. Un sonido rítmico y agudo, de nostalgia militar, que recupera ecos
de mitos griegos donde a diario hay que subir cumbres empinadas con una gran
piedra. El trabajo. Ese gran compañero de viaje. El trabajo asalariado. Ese
gran grillete abrazado al tobillo de cada persona de clase trabajadora, no puede
verse siempre, pero siempre está.
Los cambios sociales, la hegemonía
de un grupo de personas sobre otras se cuece a fuego lento, en calderos bien
controlados y especiados, donde el resultado final del guiso es incierto, pero
la receta previa está escrita en tinta metálica. El capitalismo es hoy en día
lo único, no tiene competencia, se presenta como ganador inequívoco. Dueño del
presente, relega al futuro a una especie de apocalipsis individualista. Al
pasado lo mima con nostalgia reaccionaria, ocultando las barbaries y los
millones de cadáveres de Sísifos que han dejado amontonados a los pies de la
montaña. El velo tintado nubla la realidad de un futuro que se muestra
incierto, no por las tesituras actuales de desigualdad, pobreza, racismo,
patriarcado, explotación y crisis climática. No, no solo por eso al menos. El
principal motivo de negar el futuro es que a los Sísifos del mundo les han
arrebatado la capacidad si quiera de pensar-se en uno mejor, más igualitario,
menos capitalista, más humano, menos individualista, más coherente, menos
violento, más femenino, menos autoritario, más diverso, menos muerto y más
vivo.
"Vivimos
en el capitalismo, su poder parece inescapable, también lo parecía el derecho divino
de los reyes” Úrsula K. Le Guin.
Pero no es casualidad esta
pérdida de memoria. Esta pérdida, en realidad, de la esperanza. La esperanza es
lo último que se pierde, pero si uno pierde muchas veces, la esperanza se desvanece,
no por la derrota, sino porque el vencedor sabe de su peligro y es lo primero que
despoja de su adversario. Los capitalistas han acumulado riquezas, han saqueado,
matado, violado, burlado, y han explotado a la clase trabajadora desde hace
muchos años. Pero en la actualidad, después de la ofensiva neoliberal que se inició en 1980, también han desposeído a su rival de la baza de imaginar utopías y
alternativas a su cárcel impuesta.
Existen muchos males sociales en
nuestro tiempo: medioambientales, laborales, militares, existenciales, vitales.
Hasta
828 millones de personas han padecido hambre en 2021:
46 millones de personas más que el año anterior
y 150 millones más que en 2019. Las cifras de 2022 no son concluyentes,
de momento. Y pese a esta realidad, sigue costando imaginar un horizonte mejor.
No porque sea difícil, sino por la gran maquinaria cultural que existe detrás
para justificar dicha realidad velada.
La clase trabajadora que vive en
el paraíso occidental, quizá no se enfrente -por lo menos tan a menudo- a los
oscuros abismo de muerte violenta y famélica que ocurren en otras partes del
mundo. Pero comparten la misma piedra, están más cerca de estos congéneres que
de sus paisanos capitalistas.
Una enfermedad sobrevuela a la clase trabajadora
occidental. Esa
enfermedad es la enajenación, se ven extraños a ellos y ellas mismas.
Viven vidas sobreestimuladas por horarios demenciales, fármacos para la
depresión, desinformación, consumismo y miedo, mucho miedo. El nihilismo se ha
convertido en la bandera más cercana al capitalismo. Nada tiene sentido en
la vorágine rápida del mundo occidental. Lo colectivo es pecado
capital, el éxito individual -que siempre es monetario- es la salvación. La
clase trabajadora se siente tan vulnerable que en su estado de shock y estrés
permanente -no todos, pero si muchos y muchas- todo lo observa como una
amenaza, ha perdido su capacidad de imaginar, de compartir, de pensar, de criticar. Y
han alimentado su capacidad de odiar, de temer, de inmovilizar, de no querer,
de no ser. Como Julio Cortázar cuando nos contaba que se pasaba horas
observando el acuario de Jardin des Plantes mientras
intenta comprender por qué se siente atraído por ese extraño anfibio llamado
Axolotl. Los desposeídos de este mundo se pasan cada día haciendo el mismo
ejercicio de búsqueda existencial, sobre todo cuando se lavan la cara cada
mañana aún con los ecos del despertador en su tímpano y el vidrio refleja un
rostro irreconocible desde lo que parece un profundo acuario.
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